Sentadas a la
mesa luego del almuerzo, comentaban lo publicado en el diario, como de
costumbre. Estalla el debate en
torno a la notoria celebridad a quien le removieron la custodia de sus
hijos. Irónicamente, se recordaba
con aprobación aquel día en que la adolescente deleitó paladares al desplazarse
semidesnuda por el escenario. El debate se desplegó con comentarios
estigmatizantes sobre cómo una tierna niña se ha convertido en esta horrible
madre. Camila escuchaba, mientras saboreaba
un sorbo de café.
El debate
concluyó con el veredicto de culpabilidad: “Se lo merece”. La conversación evolucionó a
comentarios generalizados en torno a “algunas mujeres que son tremendas”. Aparentaba que, independientemente de
cualquier modalidad de desmembramiento familiar, la culpa final siempre sería
de la mística mujer tremenda. Que si sembró y cosechó, que si no hizo tal cosa,
que si no toleró, que no intentó, que no perdonó, que eso le pasa por conocer
mucho hombre, por no saber escoger al padre de sus hijos, por dar prioridad a
la carrera, por ser salvaje e indisciplinada, y muchísimas pamplinas que poco
tienen que ver con ser madre.
A lo largo de la
conversación, Camila identificó un sinnúmero de adjetivos que la describían. Se preguntó si eso la haría una mala
madre en el futuro. Pero su
decisión pospondría la necesidad del planteamiento para una próxima
ocasión. Aún sin querer escapar a su
inquietante porvenir, estaba convencida de que tendría otra oportunidad para
pensarlo. Solo pudo pensar en
Laura, que al igual que ella ese mismo día tomó una decisión, aunque distinta. Se preguntó, qué clase de madre será esta
adolescente sin un sistema de apoyo, con un líbido incontrolable y un insumo
económico insuficiente aún para sí. ¿Será buena madre?
Pero la decisión
de Camila estaba tomada. Aterrada
por un matriarcado castrante de acertado y constante reproche, se convenció de
que tendría que callar o la echarían a la calle. Su preocupación más urgente era acumular lo antes posible
$300 con su salario mínimo. Camino
al encuentro con el progenitor de su nonato, elaboró la idea de mayor
inmediatez; si su cuerpo sería intervenido por un error de ambos, el dinero
debía venir de la mano de ambos.
Pero aquel no llegó y nunca más estuvo.
Convencida en su
debate interior, luego de dos meses presupuestando el pago, acudió a esa
infalible amiga que la trataba de convencer durante el camino. Camila permanecía inmutable, debatiéndose
entre sentirse una mala mujer por no aceptar su regalo de vida o sentirse una
mujer libre de decidir, al igual que aquel, que no era el momento de criar sino
de crecer.
Contrario a su
expectativa, encontró una sala repleta de diversas caras. Juró sentirse observada por todas,
juzgándole. Luego de escasos
segundos percibió la historia detrás de cada una de esas caras; la chiquilla
muy joven, la señora muy vieja, la muchacha muy pobre, la que tenía demasiados
hijos, la que se tenía que casar sin barriga...y Camila. Ilusionada con un amor platónico,
sintió la tan inculcada obligación de hacer lo indecible por retener al hombre
a toda costa. Entendió, que si
bien no fue la movida más inteligente, no era tan grave como para merecer la
cárcel. Entonces, se libró de toda
culpa y entró.
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