29 de septiembre de 2011

Día 2: La decisión de Camila

por Doritza Díaz Feliciano

Sentadas a la mesa luego del almuerzo, comentaban lo publicado en el diario, como de costumbre.  Estalla el debate en torno a la notoria celebridad a quien le removieron la custodia de sus hijos.  Irónicamente, se recordaba con aprobación aquel día en que la adolescente deleitó paladares al desplazarse semidesnuda por el escenario. El debate se desplegó con comentarios estigmatizantes sobre cómo una tierna niña se ha convertido en esta horrible madre.  Camila escuchaba, mientras saboreaba un sorbo de café.

El debate concluyó con el veredicto de culpabilidad: “Se lo merece”.  La conversación evolucionó a comentarios generalizados en torno a “algunas mujeres que son tremendas”.  Aparentaba que, independientemente de cualquier modalidad de desmembramiento familiar, la culpa final siempre sería de la mística mujer tremenda. Que si sembró y cosechó, que si no hizo tal cosa, que si no toleró, que no intentó, que no perdonó, que eso le pasa por conocer mucho hombre, por no saber escoger al padre de sus hijos, por dar prioridad a la carrera, por ser salvaje e indisciplinada, y muchísimas pamplinas que poco tienen que ver con ser madre. 

A lo largo de la conversación, Camila identificó un sinnúmero de adjetivos que la describían.  Se preguntó si eso la haría una mala madre en el futuro.  Pero su decisión pospondría la necesidad del planteamiento para una próxima ocasión.  Aún sin querer escapar a su inquietante porvenir, estaba convencida de que tendría otra oportunidad para pensarlo.  Solo pudo pensar en Laura, que al igual que ella ese mismo día tomó una decisión, aunque distinta.  Se preguntó, qué clase de madre será esta adolescente sin un sistema de apoyo, con un líbido incontrolable y un insumo económico insuficiente aún para sí. ¿Será buena madre?  

Pero la decisión de Camila estaba tomada.  Aterrada por un matriarcado castrante de acertado y constante reproche, se convenció de que tendría que callar o la echarían a la calle.  Su preocupación más urgente era acumular lo antes posible $300 con su salario mínimo.  Camino al encuentro con el progenitor de su nonato, elaboró la idea de mayor inmediatez; si su cuerpo sería intervenido por un error de ambos, el dinero debía venir de la mano de ambos.  Pero aquel no llegó y nunca más estuvo. 

Convencida en su debate interior, luego de dos meses presupuestando el pago, acudió a esa infalible amiga que la trataba de convencer durante el camino.  Camila permanecía inmutable, debatiéndose entre sentirse una mala mujer por no aceptar su regalo de vida o sentirse una mujer libre de decidir, al igual que aquel, que no era el momento de criar sino de crecer.

Contrario a su expectativa, encontró una sala repleta de diversas caras.  Juró sentirse observada por todas, juzgándole.  Luego de escasos segundos percibió la historia detrás de cada una de esas caras; la chiquilla muy joven, la señora muy vieja, la muchacha muy pobre, la que tenía demasiados hijos, la que se tenía que casar sin barriga...y Camila.  Ilusionada con un amor platónico, sintió la tan inculcada obligación de hacer lo indecible por retener al hombre a toda costa.  Entendió, que si bien no fue la movida más inteligente, no era tan grave como para merecer la cárcel.  Entonces, se libró de toda culpa y entró.

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