Por Mabel Bellucci *
Viernes, 30 de diciembre de 2011
Tomado de Página 12
El
año 1983 significó el triunfo del presidente Raúl Alfonsín. Conquistas
de demandas largamente esperadas y otras urgidas por recuperar,
retornaron ante las expectativas de amplios sectores de la sociedad.
Desde ya se presentaba un clima político totalmente propicio para la
apertura de debates, mientras una agenda feminista impulsó lo viejo y lo
nuevo. Así, un número considerable de mujeres acompañaron al gobierno
constitucional, estimuladas a democratizar las instituciones en los
lugares de administración y gestión y también en las instancias
resolutivas.
Sea en los partidos, sindicatos, Parlamento, universidades o
estamento de los tres poderes del Estado, ellas apostaron que con su
ingreso se garantizaba la conquista de gran parte de sus
reivindicaciones específicas. Una buena cantidad de sus planteos
recibieron una bienvenida, excepto uno que, en un suspirar, fue
desalojado de la vitrina: el derecho al aborto. Más adelante, será el
lesbianismo el tema segregado por las miras del poder, como elección
sexoafectiva y política de las mujeres.
Sin embargo, los feminismos históricos suponían que las metodologías
implementadas en hacer visible lo que era invisible para la sociedad
estaban dando sus frutos. De cualquier manera, adquirieron un plus de
valor en la construcción de lo institucional, favorecidas por el
incansable agitar y la permanente denuncia durante el terrorismo de
Estado, del movimiento de Madres y Abuelas de Plaza de Mayo. Fueron
ellas las que situaron en el centro de la polis el protagonismo de las
mujeres. Suele decirse que la resistencia a la dictadura fue femenina.
Su trayectoria dimensionó la inscripción de las mujeres en la esfera
política. También cabe recordar las madres de los soldados que pelearon
en la guerra de las Malvinas y aquellas anónimas que fueron piezas
claves en las estrategias familiares de vida frente a la crisis
económica de los años ’80, a partir de su concurrencia en organizaciones
barriales y en el Movimiento de Amas de Casa.
Con escasa comunicación con el exterior, sin llegada a la nueva
bibliografía feminista que rondaba por Occidente ni a lo que se estaba
desplegando en América latina y en el resto del mundo, pero desde una
esperanza, el feminismo local salió de los escombros. Renacieron, con la
vehemencia propia de un sismo, agrupaciones feministas y de mujeres. Un
territorio distinto se comenzó a diseñar con el aporte de las que
volvieron del exilio, el de aquellas que dieron el puntapié inicial
desde el “exilio interno” y finalmente, con tantas otras sin trayectoria
política anterior, que tampoco se sintieron atraídas por las
estructuras jerárquicas de los partidos, pero sí por la dinámica
autogestiva de las nuevas sedes feministas. Con todo eso y algo más, se
configuró el mapa inicial de lo que más adelante se conocería como el
movimiento de mujeres. Quizá, en ese clima fervoroso, prendió una lógica
por alcanzar lo posible y, un poco más, lo permitido. Todo debate
político sobre la construcción del placer o la decisión sobre el propio
cuerpo no tuvo lugar dentro de la retórica de las funcionarias
incorporadas a los estamentos estatales. Este modo preciso de
intervención en la esfera de lo representativo, en tanto regulaciones
legales y apertura al discurso oficial, no necesariamente conllevaría a
subvertir las miradas del orden.
La teórica Silvia Chejter en su revista Travesías, dedicada al
feminismo de los años ’80, analiza con precisión lo acontecido a lo
largo de esa década: “Hubo intentos de formar coordinadoras feministas,
que no prosperaron por enfrentamientos políticos, disputas de liderazgos
o disensos sobre qué hacer. Hubo, en cambio, espacios de trabajo
compartido, ya sea a través de temas convocantes como patria potestad,
la lucha contra la violencia, la legalización del divorcio, las primeras
conmemoraciones del 8 de marzo y la formación de La Multisectorial”. En
aquel tiempo, las principales referentes de ese feminismo en ebullición
delimitaron su campo de acción y de diálogo básicamente con dos
interlocutores. Por un lado, el Estado en cuanto al reclamo de derechos
civiles y políticos. Por el otro, la búsqueda de reconocimiento por
parte de la sociedad en general y de las mujeres en particular.
Frente a estas formas, fue previsible el posicionamiento de
distintas agrupaciones feministas con el objetivo de determinar cuál
sería el plazo oportuno para plantear sus peticiones relacionadas con
las sexualidades. Por ejemplo, muchas de ellas, nacidas al calor de la
coyuntura, consideraban desacertado demandar por cuestiones que parecían
impugnables y descontextualizados frente a los dilemas heredados de la
sangrienta dictadura cívico militar. Si bien a finales de 1982, dos
agrupaciones que ya venían batallando como la Asociación de Trabajo y
Estudio de la Mujer (ATEM) 25 de noviembre junto con el Centro de
Estudios Sociales de la Mujer Argentina (Cesma) organizaron las primeras
jornadas nacionales La Mujer y la Familia, en las cuales se abordó el
aborto. El planteo fue el siguiente: “Debe legalizarse por constituir
una realidad generalizada, clandestina y discriminatoria según las
posibilidades económicas. Es un hecho que se torna más violento para la
mujer teniendo en cuenta las deplorables condiciones en que se realiza
en la mayoría de los casos”. Asimismo, para ese año apareció un libro,
cabecera de toda una generación, El género mujer, de la escritora Leonor
Calvera. En el capítulo VIII, Hoy el Futuro, trata el tema junto con la
anticoncepción.
En efecto, exceptuando estos casos puntuales, el aborto continuó sin
ser presentado en sociedad. Si en aquellos instantes llamar al sexo sin
tapujos cuestionaba lo imperante, convocar a la lucha para no proseguir
un embarazo resultaba un discurso inviable. Las activistas más públicas
pedían plazos y, a la vez, postergaban la discusión. En términos
estratégicos, buscaban provocar un impacto político acompañado por una
repercusión mediática trascendente, pero sin que nada de ello sonase
disruptivo. A un amplio espectro del feminismo le importaba tanto
permear como ingresar masivamente a las instituciones, aunque debía
hacerse con cierta reserva. Ciertamente, no era fácil llevar a cabo este
desafío. Tampoco lo fue para las feministas: si bien la heterogeneidad
de criterios enriqueció el debate, también encarnó una disparidad en las
propuestas de acción. Por caso, hubo quienes consideraron necesario
introducirlo con mayor cautela y otras que plantearon estrategias de
ruptura con los modelos establecidos.
Con los primeros pasos de la democracia constitucional, abrió sus
puertas el histórico Lugar de Mujer. Autogestionado y financiado por sus
seguidoras, se autodefinía como un espacio de orientación feminista. Y
enseguida, bajo un clima de entusiasmo, indignación y solidaridad, en
diciembre de ese año se organizó la Multisectorial de la Mujer,
colectivo, de una magnitud significativa, en tanto convocaba a sectores
diversos de partidos políticos, sindicatos, organizaciones de derechos
humanos, religiosas, amas de casa, agrupaciones feministas y de mujeres,
entre otras más, que confluían en una misma dirección. Entre sus filas
participaban ATEM, Reunión de Mujeres, Conciencia, Amas de Casa del País
y la Asociación Argentina de Mujeres de Carreras Jurídicas. Pero no
toda su atención se posaba en demandas clásicas con legado histórico,
como era el derecho al aborto, sino proponían campañas de corte social a
modo de conexión entre los temas económicos y los de género. Asimismo,
la agenda feminista fue cruzada por las urgencias de los organismos de
derechos humanos. Por esa razón, las acciones y campañas contra la
violencia hacia ellas estimularon la convergencia táctica de los
feminismos. El lema de la época era “La violencia contra la mujer es
también una violación a los derechos humanos”. Si bien los efectos del
terrorismo de Estado sensibilizaron a estas activistas para comprender
las otras formas de agresión, tanto social como privada que atraviesan
sus congéneres, no obstante, en esa ecuación no ingresó la brutalidad
que implica el aborto clandestino.
El aborto salió de las catacumbas
El 8 de marzo de 1984 cayó jueves y fue soleado. La Plaza del
Congreso, exactamente frente al Parlamento, se colmó de mujeres de toda
rancia: las famosas del feminismo y de la política partidaria, las
legendarias que hicieron historia y también las caras conocidas del
espectáculo local. Entre tanto revoltijo, María Elena Oddone, una
valerosa luchadora del feminismo setentista, ama de casa y paqueta de
Barrio Norte, con trajecito entallado blanco y con una cartera de marca
colgada del brazo, hizo lo que ninguna otra pudo hacer por más que
apareciese vestida de guerrillera o de punk. Subió las escaleras del
Monumento de los Dos Congresos, cual estrella de Hollywood a recibir su
Oscar, y con orgullo alzó con sus dos manos la pancarta, que decía: “No a
la Maternidad, sí al placer”. Aún hoy ese lema provocaría el escándalo
que incitó en aquella época.
Entre tanta multitud flameaban las consignas más sentidas del
feminismo radical como un hecho de todos los días: Aborto Libre;
Nosotras parimos, nosotras decidimos; Despenalizar el aborto ya; Basta
de falocracia; Reivindiquemos el clítoris. Mientras, las integrantes de
ATEM repartían volantes alusivos: “No queremos abortar, pero tampoco
queremos morir de aborto” y los carteles de Lugar de Mujer repetían
aquellos reclamos y otros nuevos también. Pese a ese evento inaugural,
en el cual los carteles y las banderas más controvertidas para la época
aludían al aborto y a la no maternidad, durante los primeros años de la
democracia siguió siendo un tema cuasi tabú, carente de toda discusión
abierta tanto por parte de las organizaciones feministas como por parte
de las instituciones públicas. Así fuere la Multisectorial de la Mujer,
el CEM o Lugar de Mujer, el aborto no asomó como un punto a ser
levantado en sus consideraciones a demandar. Es más, no surgió con la
virulencia del pasado y, menos aún, con la claridad reivindicativa de
las feministas de antes. No obstante, ciertos grupos volvieron al rodeo
sin obtener resultados favorables desde el momento en que se lo omitió
en el punteo de apelación de La Multisectorial, a lo largo de más de
seis años. En cuanto a las activistas próximas al oficialismo y
coaliciones cercanas, junto con otras tantas, sostenían posiciones
mesuradas, quizá no priorizaban el cuerpo de las mujeres como un
territorio en pugna. En cambio, en el interior de algunas agrupaciones,
la polémica estaba presente pero de puertas para adentro.
El proceso de institucionalización de las feministas llevó a
confinar dicha demanda entre bambalinas. Eso fue así pero no impidió a
numerosas activistas prestar batalla y resistir la violencia que
significaba no sólo su omisión pública sino también dentro de sus
propias filas. Ello llevó a reconocer una marca de época: no todas
estaban dispuestas a encararlo con la misma responsabilidad política que
sí lo hacían con otras cuestiones vinculadas a la violencia y también
al cuerpo y que les exigía un compromiso de actualización teórica que
generó una profesionalización de temáticas, en especial, con respecto a
la violencia de género. No está de más repetirlo: tanto el aborto como
el lesbianismo fueron discriminados pero, de manera tácita, a sabiendas
que frente a la exposición mediática de las referentes feministas
quedaba al descubierto ese operativo de ocultamiento de ambas
cuestiones.
Por lo visto, no sólo la Iglesia y el Estado penalizan lo suficiente
a sus víctimas. Además hay que estar pendientes de toda una serie de
excusas que a la larga se convierten en infranqueables cuando se logra a
duras penas desplazar una piedra, nada más.
* Activista feminista queer. Integrante de la Campaña Nacional por el Derecho al Aborto Legal Seguro y Gratuito.