6 de noviembre de 2011

"Fiesta" por Mayra Montero

6 de noviembre de 2011
El Nuevo Día

Empiezan en estos días las fiestas y “fundraisers” de los partidos políticos, y, tal como está el País, cabría preguntarse, ¿qué celebran? Porque por un elemental sentido del respeto a las mil víctimas del crimen, a los familiares que les guardan luto, a la gente que ha perdido el empleo, a los que han sufrido por el desmadre en los servicios de salud, y a los que han padecido y padecen unas medidas arbitrarias salidas del antro en que se ha convertido la Legislatura, deberían contenerse y mostrar más recato.

Eso demuestra que no tienen nada en la cabeza. ¿Acaso está la situación para ponerse a dar brincos? Una cosa es que hagan convenciones, deliberen sus asuntos y escojan a sus candidatos, y otra muy distinta que le restrieguen en la cara a la gente lo bien que lo pasan, lo mucho que disfrutan de sus desmesurados salarios, y la gran ilusión que les hace afincarse otros cuatro años sobre las cenizas de lo que va quedando.

Corren otros tiempos, las personas están alicaídas, hay mal humor en la calle. Si las cosas siguen como van, y no parece que vayan a arreglarse, deberían bajar el tono de la campaña. Y me refiero a ambos partidos, porque el otro también está en su nube, cantando bajo la lluvia. ¿Quién le pide sobriedad a esos politicastros?

El presidente de la Comisión de Gobierno de la Cámara de Representantes, José Chico, decía el otro día por radio que no hacía falta que los legisladores presentaran sus planillas o informes financieros porque “aquí todo el mundo sabe lo que ellos ganan”. Y agregó: “Lo de las dietas y todo eso”.

Pues no. Aquí nadie sabe lo que en realidad se ganan ni lo que planean meterse en el bolsillo. Por eso es tan importante que muestren sus documentos. Y aun enseñándolos, puede pasar inadvertido algún chanchullo. Los ciudadanos tienen legítimo interés en saber cuál es el patrimonio con que los candidatos se presentan a las elecciones.

Ésa es la transparencia: averiguar si los números van cuadrando y no hay ganancias desmedidas, movimientos extraños en las cuentas, o que de la noche a la mañana se hagan con propiedades que no tienen modo de justificar.

Lo último que debería decir ninguno de ellos es que “la gente sabe lo que ganan”. No deberían insultar de ese modo la inteligencia de los ciudadanos. El argumento de la privacidad, que esgrimen al decir que en sus planillas aparecen los nombres de sus familiares, ni nos conmueve ni nos importa. La solución no es que escondan las planillas, la solución es ésta: se van para sus casas, buscan trabajo en una gasolinera, en una tienda de zapatos, o en un periódico, y ya verán que trabajando en esos lugares no tienen que hacer públicos sus informes financieros. Pero el 90 por ciento de los legisladores no podría trabajar en una gasolinera. Ya se imaginarán por qué.

Con lo que llegamos a un punto clave: si el País en pleno está indignado porque los candidatos políticos han decidido ocultar sus planillas, y en desacuerdo con que los legisladores sigan recibiendo las indecorosas dietas, por sólo citar dos afrentas de las muchas que nos infligen, ¿por qué no prevalece la voluntad del pueblo? Sencillo: porque el pueblo está atrapado. La única salida que se le da al elector -el único castigo que tiene a mano- es votar masivamente por el adversario. Pero eso no es solución, porque el adversario cambia de camisa, pero no de fondo ni de voluntad.

Tampoco la abstención masiva serviría de nada. Aunque en las elecciones generales votaran sólo cien electores, ellos respetarían la voluntad de esos cien, al contrario de lo que hicieron, por ejemplo, cuando se celebró el referéndum sobre una sola cámara, que se negaron como fieras a validar la voluntad expresada en las urnas.

Vivimos bajo la dictadura de una asamblea legislativa a la que nadie puede cuestionar, repudiar o suprimir poderes y privilegios. Son un gobierno en sí mismo, monolítico y buscón, con el barniz -o el paripé- de que responden al bienestar de los infelices distritos que representan. Y de un tiempo para acá han entrado en la vorágine de la soberbia, haciendo y deshaciendo a gusto, y despreciando las reacciones críticas. Están embriagados de poder, dispuestos a aplastar cualquier voluntad que no sea la suya. Lo de aumentar las penas del aborto en el Código Civil no es un absurdo como mucha gente piensa. Es la reafirmación de su proyecto represivo. Olvidémonos de que hay una instancia superior a la de ellos, y que las leyes que prevalecen al final son otras. Lo saben, pero no les importa. Aprobar esos disparates es la manera de decir que advertirnos que están decididos a controlarlo todo, y a las mujeres en primer lugar.

Ni respetan, ni les importa lo que se diga en la calle. ¿Qué instrumentos tiene el ciudadano para modificar ese estado de cosas, y encima la promulgación de leyes cada vez más obscenas, con las que humillan a las comunidades? Tengo un ejemplo en mi propio barrio, gente indefensa ante los pisotones. Más pisotones les propinarán. Pueden apostar a eso.

Y mientras el País arde, ni siquiera se sientan como Nerón a verlo arder. Qué va: se ponen a bailar entre ellos. Merengue, bachata y reguetón. La fiesta interminable. La gran cumbancha entre las ruinas.

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